La batalla con el dolor y el ejercicio
He tenido sentimientos encontrados con la disciplina del ejercicio toda mi vida. Crecí en una familia que ve el deporte como parte esencial del ser humano, una cultura y un gusto que me inculcaron desde niña. Sin embargo, para mí ha sido una lucha eterna, pues nunca me ha gustado mi cuerpo.
El comienzo
Mi papá jugó fútbol americano en la universidad, corrió maratones, y a sus 60 años juega soccer con su grupo de amigos del Tec. Mi mamá bailó ballet y flamenco, y siempre ha hecho ejercicio aeróbico en general. Mis abuelos son fanáticos del tenis y jugaban muy bien en su época; a todos nos tocó tomar clases en algún momento. Sí, muy dedicados al deporte, pero también heredé su gran amor por la comida. Realmente mis papás no nos presionaron para hacer lo que ellos querían, pero sí nos guiaron para escoger algún deporte. En mi caso fue el ballet y en el de mi hermano el karate.
Después de toda una década, la disciplina del ballet me llevó a todo tipo de danza y aerobics, pero también encontré la yoga cuando empezó a estar de moda en México. La actividad física ha estado siempre ahí, pero confieso que no fue una constante tampoco. Dejé el ballet y perdí el compromiso. Era de las que si ya no le gustaba algo, lo dejaba. Iba probando cosas nuevas, y por alguna razón renunciaba. Ya sea por falta de interés o por darle prioridad a la escuela, a los amigos, al reventón. Pero, también porque nunca he estado conforme con mi cuerpo. Era frustrante para mi hacer ejercicio y no ver resultados. Como muchas mujeres, tuve mi racha hormonal de adolescente de empezar a engordar. Hacer miles de dietas, y sólo morirme de hambre. Me acuerdo de mi lunch en la prepa y ahora me río. Llevaba unos míseros rollitos de pavo, cuando todas mis amigas con metabolismo envidiable, compraban las famosísimas flautas bañadas de salsa y crema de la cafetería. No sé de donde sacaba fuerza de voluntad, porque sí seguía la dieta al pie de la letra. Aún así, los resultados se veían en la báscula, pero no en el espejo.
Mi momento fit
Tuve la suerte de vivir un par años en Nueva York, me fui a hacer la maestría y hasta el momento ha sido la mejor experiencia de mi vida. Es muy común que la ansiedad de estar fuera de casa, de vivir en otro país y sentirte home sick, hace que subas unos kilitos o muchitos de más. Por eso me puse las pilas cañón y logré no engordar. Al contrario, era la mujer más feliz del mundo. Tomar clases de baile en Nueva York fue un sueño hecho realidad. También salía a correr en las mañanas como todos los newyorkinos, y hacía yoga los sábados y domingos. Además tenía un Whole Foods a lado de mi casa, por lo que me fue fácil llevar una alimentación sana con ciertos apapachos, de preferencia rellenos de chocolate. Aún lo recuerdo y me da nostalgia revivirlo. Fue una muy buena época, hasta que el infierno llegó de sorpresa. De la nada, empecé con los síntomas crónicos de la vulvodinia, sin saber del término ni de la condición. Lo que a momentos, me impedía hacer cualquier tipo de actividad. A veces hasta acostada me sentía muy mal y no me podía parar de la cama. Esto resultó decirle adiós a Nueva York, y adiós a mis #FitnessGoals.
El ejercicio es un detonador
Lo primero que me dijeron cuando me diagnosticaron con vulvodinia y disfunción de piso pélvico fue, "stop doing anything that hurts". Tuve que empezar a estar más consciente de mi cuerpo en general e identificar qué me causaba el dolor. Me cayó como cubetazo de agua fría reconocer que el ejercicio, para mí, es un gran detonador. Lo tuve que dejar por completo, por lo que estuve cinco años sin hacer nada de ejercicio. Intenté recuperar por lo menos el yoga, pero no pude. Si me pagaran por la cantidad de gente que hasta la fecha me dice que seguro la yoga me va a curar, sería millonaria. Entender una neuropatía no es fácil, hasta para la sabiduría del oriente. Sí, acepto que la yoga es mágica, pero algunas posiciones también me incomodan. Toda el área pélvica se convierte en un espacio muy vulnerable y sensible.
A estas alturas, odiaba mi estado, odiaba mi cuerpo, odiaba mi vida. Otra vez con la batalla interminable del peso, pues lógicamente empecé a engordar, pero más adelante los medicamentos me hicieron enflacar en cuestión de días. Estuve años en un sube y baja, que aunque estuviera flaca a momentos, no me gustaba sentirme aguada y débil. Momento para confesar que entré en una fuerte depresión.
Mi coach, mi salvación
Cuando conocí a Iñaki, dueño de Opex México y mi coach personal, me cambió la vida. Desde el momento que nos conocimos hicimos click, como cuando sientes que conoces a alguien de toda la vida. El simple hecho de que se puso a investigar sobre la vulvodinia me ganó. Aún así, no estaba segura de hacer un workout que incluyera pesas, pues vengo de una educación de baile, pero más que nada por el tema del dolor. El concepto del gimnasio en general no me es familiar. Además traía clavada en mi cabeza la idea errónea de que el peso te hace grande. Al final dije que sí y entré a Opex con el corazón abierto, convencida de hacer un cambio y de probar algo nuevo.Empecé feliz haciendo mis ejercicios con mis mancuernas de 5lbs, aún con el miedo al peso, porque #BabySteps. Después de varias largas pláticas con Iñaki, decidí cambiar el chip y confiar. Sobra decir que todo el equipo de coaches son expertos y unos tipazos. Poco a poco fui dejando atrás los estereotipos y conceptos que uno cree, sin realmente saber. Cada día que voy, aprendo algo nuevo sobre el funcionamiento del cuerpo y la importancia de los movimientos. Ahora realmente sé cómo hacer una propia sentadilla. Los cambios en mi cuerpo los empecé a notar en un par de meses. De pronto desperté la fuerza que estaba apagada, y descubrí que el cuerpo puede hacer lo que le pidas, si lo sabes pedir bien. Los ejercicios que nunca creí poder hacer, ahora los hago con mucha ilusión y más peso. El saber que cada día doy un paso más, es una gran satisfacción. Por fin encontré un reto en el ejercicio, encontré mi constante.
Iñaki no sólo es mi entrenador, es mi amigo, es mi confidente, es un mentor de vida. Su pasión por lo que hace me inspira, y su dedicación conmigo para evitar que el ejercicio detone el dolor es priceless. Para mí es muy importante relacionarme con gente que entienda mi condición, que se de el tiempo de escuchar. Es la única manera para poder tener una calidad de vida. El dolor está ahí, ya que la vulvodinia no tiene cura, pero el ejercicio que estoy haciendo por ahora, no me lo aumenta y eso ya es ganancia.
Todavía me falta mucho camino por recorrer, esto apenas es el comienzo. No voy a mentir que me sigue costando verme en el espejo y sentirme cómoda en bikini, pero cada vez es menos. El amor propio también es un ejercicio y también es una alimentación que hay que nutrir todos los días. ¡Gracias Iñaki por existir!
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